lunes, 11 de septiembre de 2017

LAS CONDICIONES FORMALES DE LA DEMOCRACIA

            El desafío independentista ha puesto sobre la mesa un cierto número de argumentos recurrentes, que se repiten con tanta insistencia y énfasis de un lado, como indiferencia e incomprensión parecen provocar del otro. Uno de ellos es, sin lugar a dudas, que el cumplimiento de la constitución y las leyes es presupuesto necesario de la democracia, de su mantenimiento frente a la degradación. ¿Es esto cierto? ¿El marco democrático de convivencia está supeditado formalmente a la constitución y las leyes? ¿Incluso si se contraría la voluntad popular coyunturalmente mayoritaria? ¿Por qué?.
            En primer lugar, es importante recordar a los menos duchos en estos asuntos, que no nos encontramos ante debates que se les hayan ocurrido una de estas mañanas a las personas interesadas en el proceso separatista. Por el contrario, se trata de debates antiguos, con una importante bibliografía acumulada.
            Por ejemplo, constituye un lugar común admitido sin fisuras en la filosofía política, que las modernas constituciones suponen un freno a la voluntad mayoritaria expresada en las urnas en los procesos electivos ordinarios. Es lo que llamamos tensión constitución-democracia. Esto es así en efecto, y no por casualidad. Desde las primeras constituciones modernas del siglo XVIII, y aún con mayor motivo las contemporáneas posteriores a la II Guerra Mundial, los textos fundamentales han contenido un vigoroso sistema de contención de poderes, que afecta igualmente a la soberanía popular, y que tienen un fundamento también clásico: cualquier poder, incluido el popular, tiende o puede tender al abuso, y por ello debe ser limitado, condicionado, o preservado, según los casos. Como hemos tenido oportunidad de comprobar de manera dramática y desgarradora, también la democracia puede servir de trampolín para la instauración de un poder tiránico y  aborrecible.
            Para evitar ese resultado, las constituciones contemporáneas, y por supuesto la española, contienen un buen número de previsiones relativas las denominadas precondiciones de la democracia. Esto es, a la forma en que la propia constitución y el resto de normas deben ser aprobadas y/o reformadas, o cuáles son los valores indisponibles que garantizan la limpieza de las reglas del juego democrático, y que incluyen, entre otras cosas, un poder judicial independiente, un sistema plural de partidos políticos, libertad de asociación, prensa libre, o un cierto número de derechos fundamentales de los que no puede privarse ni siquiera a las minorías (libertad, igualdad, dignidad, integridad física, honor, propia imagen, libertad de expresión etc).
            Es decir, la comunidad política se limita a sí misma para el futuro mediante la constitución, con objeto de prevenir abusos. Y lo hace para preservar la democracia. Por ello las decisiones no pueden tomarse de cualquier modo. Sino respetando los cauces de los que previamente se ha dotado una comunidad política, para asegurarse de que la injusticia y el abuso serán evitados en la mayor medida posible. Es más. La democracia de calidad no solo debe estar en condiciones de imponer el cumplimiento de la constitución y la ley, sino que debe tener la suficiente musculatura para denunciar cuando la existencia de una pretendida y aparente voluntad popular, se quiere esgrimir para consumar un abuso. Es evidente que la voluntad popular puede querer cosas malas. ¿O es que perdería su carácter ominoso una ley que acordara la segregación racial, por poner un ejemplo bien evidente e incontestable? Esta idea por cierto es también bastante antigua, pero no me resisto a decir que ha recibido en nuestros días una reformulación casi poética: la idea de Jon Elster de que la comunidad política se auto impone limitaciones atándose al mástil de la constitución, como lo hizo Ulises para salvarse del canto de las sirenas. 
            Queda otra cosa por decir. La protección que reclama la democracia en el sentido que venimos comentado, no solo es necesaria desde la perspectiva de los derechos protegidos, sino también y en la misma medida, en lo que afecta a la paz personal de los ciudadanos implicados. Verán a lo que me refiero. Una democracia sana garantiza una de las conquistas más preciadas de la civilización. Que cada individuo pueda tratar los asuntos que le interesan como estime oportuno. Que puede asociarse para defender sus intereses, mostrar públicamente sus opiniones, y debatirlas con sus conciudadanos, si esa es su voluntad. Pero también, que puede remitir la deliberación de los asuntos que le preocupan a la intimidad de su fuero interno, y nada ni nadie puede obligarle a que exprese sus preferencias, y mucho menos, que se vea obligado a hacerlas valer en ocasiones públicas, para evitar el señalamiento social. También contamos con dolorosos ejemplos históricos, sobre las consecuencias de contravenir este regla sagrada. Cuando los ciudadanos son impulsados a tomar partido, a hacer alarde de ciertas opciones, a disimular o falsear éstas para salir indemnes, cuando se cuenta la calidad de la democracia no por la razón, sino por el número de manifestantes o de banderas, o los panfletos que lanzan, o las antorchas que portan, o a quién insultan e intimidan, entonces todo empieza a ir mal. Y deben tomarse medidas para que no vayan a peor.
            A algunos de los que hayan llegado hasta aquí, pueden aún plantearse si todo lo dicho vale también en el caso de que parte del territorio de un estado soberano quiera segregarse unilateralmente. Pues sí que vale, porque en un proceso del tipo indicado pueden cometerse algunos de los abusos más característicos de los que nos venimos refiriendo. Pero para esto se requiere de otro desarrollo complementario que haría esto demasiado largo. Así que basta por hoy. A la espera de una eventual segunda entrega, saludos (democráticos).