domingo, 15 de enero de 2017

ELOGIO DE LOS ABOGADOS ESCRITO POR UNA JUEZ

         Hace ya unas cuántas décadas, Calamandrei, un jurista ilustre que se enorgullecía de tenerse como abogado, escribió un célebre elogio a los jueces, que hoy una magistrada igualmente orgullosa de serlo, se permite parafrasear para hablar de los letrados, con los que ya a estas alturas de su carrera, ha compartido tantas y tantas vivencias.
            La cosa viene por algo, claro. En el diario el Mundo de hoy, un periodista llamado Hernán Casciari, publica un artículo titulado El peor oficio del mundo, en el que viene a sostener que la profesión de abogado es de las más vergonzantes de la sociedad, y que ha tenido en las redes sociales, por lo que he podido ojear hasta el momento, una gran repercusión entre los concernidos. No pretendo entrar en polémica, y me limito a aprovechar la opinión impresa, sea cual sea su grado de dependencia de la ficción, como mera excusa para contar lo que yo se de los abogados, esto es, lo que he ido aprendiendo de la vida.
        No se preocupen, no pienso explicar en qué consiste la función de los abogados, ni enzarzarme en la distinción de sus diversos tipos, lo que solo serviría para aburrir de manera irremisible a quien se haya dado una vuelta por aquí. Quizás sea mejor recordar ciertas cosas sobre cómo funcionan las cosas en la realidad.
            El autor del artículo comete el grave error de suponer que los conflictos se crean por los abogados, o cuando menos, que estos corren raudos a apoyar a quien los crea injustamente. Por supuesto esto no es así, y la mera utilización de tal presupuesto, aunque fuera como argumento de ficción, demuestra un colosal desconocimiento de la naturaleza humana. El  problema es que las cosas rara vez son blancas o negras, simplemente porque todos los seres humanos tenemos la impertinente manía de desarrollar gustos, hábitos, intereses y creencias muy diversas, y lo que es más, empeñarnos en hacerlos valer y si se puede, prevalecer. Es decir, nos empeñamos en colisionar y pugnar continuamente unos contra otros. Si esto ocurre en una sociedad primitiva, como la que al parecer imagina el articulista, que se refiere a las profesiones existentes antes y después del perder la inocencia, el conflicto se soluciona por la ley del más fuerte. Si se produce en una sociedad evolucionada, el remedio proviene de uno de los recursos más antiguos y a la vez refinados de la civilización humana, el derecho.
           El abogado es un instrumento civilizatorio. Pone a las partes contra el espejo de sus propias pasiones, de sus limitaciones, de sus imperfecciones, les indica por qué pueden ganar o perder, y convierte el impulso de la agresión en el de la discusión racional. Si el abogado piensa que la causa puede ser ganada porque es de justicia, empeñará en ello su alma. Si cree, o quizás sabe, que merece perderse, y su cliente insiste en seguir adelante, empeñará en ello su sentido del deber, porque incluso en el caso del peor delincuente, si hablamos de la jurisdicción penal, debe comprobarse que no se han producido errores ni abusos. No porque lo merezca el delincuente, sino porque lo reclama una sociedad cabal, en la que sufre más el ciudadano justo por la condena de un inocente, que por la absolución de un culpable, o sabiéndolo culpable, no admite que la justicia se confunda con la venganza. 
            Habrá abogados malos, oportunistas o desleales, solo faltaba, como al parecer y como vamos comprobando, existen personas insufribles en todos los ámbitos, incluido el periodístico. Pero en su mayoría, cada cual con su estilo, los abogados son buenos profesionales. Están acostumbrados a lidiar con las sorpresas y contradicciones de la vida, de las que tantas veces forman parte, también, las decisiones judiciales. Saben lo que es el sufrimiento, el desengaño, y la traición, porque son los materiales con los que tantas veces tienen que trabajar. Y aún así difícilmente renunciarán a ese esfuerzo civilizatorio con el que están firmemente comprometidos. Debo decir que de todas las profesiones que conozco, la de los abogados es la que más difícilmente pierde la pasión. Recuerdo a varios abogados experimentados, incluso a punto de jubilarse, confesando que todavía, a estas alturas de su vida, la noche anterior a un juicio conciliaban mal el sueño, repasando hechos y argumentos, como un joven letrado recién estrenado.
            Desde que me dedico en mayor medida a resolver recursos, he perdido una de las cosas que más me agradaba del juzgado. Estar en contacto con los abogados, que siempre tuvieron abierta la puerta de mi despacho, y que aún la tienen cuando se pasan por la Sala para saludar. No se trataba solo de solventar problemas, sino también de disfrutar de aquella fuente continua de criterio, experiencia e inteligencia. Debo yo también reconocer una cosa. No lo duden, ser juez es una de las cosas más bonitas del mundo. Y una de las mayores emociones, cuando en un juicio levantas la vista de los papeles para mirar a los ojos a un abogado que reconoces especial, que ha llamado tu atención por la calidad de su exposición, que reta al contrincante, pero también a ti, con limpieza, matiz, buena oratoria (que no retórica) y mejores razones. Créanme amigos, qué magnífico espectáculo!! Iudex dixit.