martes, 19 de noviembre de 2013

“EL HOMBRE QUE MATÓ A LIBERTY VALANCE” Y EL ORIGEN DE LA JUSTICIA


                        Hace unas pocas semanas volví a ver “El hombre que mató a Liberty Valance”, una película que conocí demasiado temprano, de manera que aún percibiendo entonces casi intuitivamente su grandeza, no fui capaz de captarla en su integridad, privada todavía de las claves intelectuales que explican su dimensión heroica. Quedó sin embargo el regusto de la perfección apenas descifrada, que durante muchos años ha mantenido en mi cerebro como una tarea inconclusa la revisión de este clásico. La afronto ahora con humildad, sabiendo que como todas las obras maestras es más grande que su autor, que sus espectadores y aún con más motivo que cualquiera de sus impertinentes y limitadas comentaristas.

                        No me referiré aquí a los aspectos técnicos de la película, que no me encuentro capacitada para desarrollar de manera solvente. Me interesa más bien la teoría que en ella se sustenta sobre el origen de la ética y de la justicia.

                        El relato, de magistral desarrollo, se construye casi en su integridad sobre el flash back en el que el senador Ransom Stoddard relata su llegada al pueblo de Shinbone, recuerdos evocados cuando muchos años después vuelve al lugar para asistir al entierro de Tom Doniphon y unos periodistas, invocando el interés público de su persona, le interrogan sobre la relación que le unía con aquel hombre, anónimo más allá de los límites del remoto pueblo.

                        El senador rememora entonces al joven abogado que era tantos años antes, íntegro e ilusionado, tan firme en sus principios como incapaz de defenderlos con la única fuerza útil en aquel lugar y en aquel momento, la del puñetazo y la pistola. Cuando se desplaza al oeste para ganarse la vida, la diligencia en la que viaja es objeto de un asalto, y él mismo de una paliza que le propina Liberty Valance y su banda cuando sale en defensa de una mujer e invoca ingenuamente su condición de letrado que habrá de hacerle pagar sus acciones.

                        Stoddard queda malherido y abandonado en el camino. El propio Doniphon recoge al abogado, lo llega al pueblo y lo deja en la cantina de la familia de Hallie,  la amada de Tom Doniphon.

                        A partir de ese momento se despliega una tensión que habrá de sostenerse hasta el fin de la película entre la posición vital y ética del abogado y la de Doniphon. El abogado está firmemente convencido de que solo la ley, la educación y la palabra pueden fundar la convivencia social. De esta forma recupera de su degeneración al periodista local, que luego desempeñará un papel decisivo en la película, cautiva a los ciudadanos del pueblo, a muchos de los cuales enseña a leer y escribir, y termina siendo promovido como representante del estado. Y por supuesto, se enamora de Hallie, que finalmente le corresponde y acaba siendo su esposa. Stoddard representa la convicción Roussoniana de la bondad innata del ser humano, que cegada por una brutalidad cuyo origen nunca se explica suficientemente, solo espera de una luz ilustrada que la saque de su postración.

                        Por su parte Doniphon es un escéptico hombre de acción. Desconfía tanto de la naturaleza humana como de sus instituciones, y está convencido de que el precario equilibrio que sustenta la convivencia solo puede contar con la fuerza para preservarse. Como persona noble no inicia el ataque, pero no lo rehúye ni lo desprecia, convencido de que en la refriega se manifiesta la calidad última e irreductible de un hombre. Doniphon representa la concepción Hobbesiana del estado, que presupone los irremediables defectos y las limitaciones del ser humano, y confía en una organización superior para ponerles freno.

                        Durante todo el tiempo que dura su conflictiva amistad, Stoddard es objeto, como el resto del pueblo, del acoso del inmoral y brutal Liberty Valance, al servicio de los poderosos ganaderos del estado, mientras que Doniphon se le opone, orgulloso y fuerte, viéndose obligado en varias ocasiones a defender al abogado.

                        Resulta un lugar común calificar esta película como un western crepuscular, en cuanto representa el tránsito del salvaje oeste a una sociedad civilizada basada en la participación ciudadana, la división de poderes y la libertad de prensa. En este sentido el hermoso y efectista discurso del periodista Dutton Peabody en la convención del estado, proclama los principios que animaron la fundación de una nación, y la manera épica en que el progreso se extendió irremisiblemente hacia el Oeste. 

                        Se dice también que en este tránsito Doniphon representa lo viejo que termina y Stoddard lo nuevo que se anuncia, y que John Ford no intenta siquiera disimular su preferencia por la sociedad de los hombres fuertes y tranquilos. Yo creo que Ford nos muestra, además, algo más esencial y decisivo, que seguramente requiere por igual de ambos personajes, el ingenuo Stoddard y el descreído Doniphon, y que se desarrolla no en los espacios abiertos del western tradicional, sino en los claroscuros de los porches y las estancias íntimas, donde se producen las transiciones emocionales que nos cambian para siempre. 

                        Ford nos está mostrando el momento fundacional y telúrico en el que se unen la justicia y la fuerza. Como ya nos dijo Pascal, ambas potencias deben combinarse para su mutuo provecho: “Justicia, fuerza. Es justo que lo justo sea obedecido, es necesario que lo más fuerte sea obedecido. La justicia sin la fuerza es impotente; la fuerza sin la justicia es tiránica; la justicia sin fuerza encuentra oposición, porque siempre hay malvados; la fuerza sin la justicia es indeseada. Hay, pues, que unir la justicia y la fuerza, y conseguir así que lo justo sea fuerte, y que lo fuerte sea justo”.

                        Como resulta que la fuerza imperante era injusta, Ford consigue que la justicia sea fuerte. Podía elegir muchas formas para que esto ocurriera. Pero elige la del voluntario sometimiento, que se produce a la vez por imperativo moral y por amor. Así, cuando finalmente el abogado presa de la ira y por tanto vencido y con sus convicciones arrasadas reta a Liberty a un duelo perdido de antemano, Doniphon desde la oscuridad de una esquina dispara camuflando su tiro con el de Stoddard, mata al bandido y salva al abogado, que intuía amado por Hallie. Doniphon mantiene en secreto su acción que solo revela más tarde al propio Stoddard para librarle de sus escrúpulos y evitar que renuncie a su designación como representante en la Convención del Estado, cuando ya sabe que es correspondido por Hallie. Y con ello todo el mundo cree, con convicción consentida por Stoddard, que es el abogado el ejecutor de Valance. Así se crea el mito del abogado íntegro y valiente que llega a senador.

                        Doniphon no obra pensando en las consecuencias de sus actos para la comunidad, ni en qué habría de derivarse para la comunidad política de sus actos, ni porque piense que estos pudieran tener algún tipo de comunicación discursiva con los ajenos, y mucho menos por la opinión que los demás pudieran tener de su conducta, o porque esta pudiera tenerse por virtuosa. Sus actos no pueden enmarcarse en teorías éticas basadas en la virtud, de carácter pragmático o consecuencialista, y tampoco en las de tipo discursivo o comunicativo.

                        Doniphon obra como lo hace por imperativo deontológico, porque las cosas deben hacerse así y no de otro modo para toda persona que se tenga como tal y quiera extender las consecuencias de sus actos a toda situación similar, al modo del imperativo categórico kantiano. Y el origen último de ese convencimiento es tanto la propia calidad del hombre, como el amor, en cuanto en un acto supremo de desprendimiento, Doniphon intuye que salva al abogado para la felicidad de su amada.

                        Ford sitúa entonces el origen de convivencia social en la justicia, el de la justicia en la fuerza, y por fin, el de la limitación de la fuerza en el sentimiento. Es cierto que ya estamos prevenidos sobre la influencia de las emociones en la ética. Martha Nussbaum nos enseñó mejor que nadie cómo la repugnancia y la vergüenza pueden influir indebidamente en la formación de los cánones morales, y un burdo Patrick Devlin hizo efectivos tales riesgos al proponer que el asco y la repugnancia generalizadas hacia ciertas conductas pudieran servir de base a la exclusión.

                        Pero Ford no resulta acreedor de reparo alguno al respecto, ni se siente compelido a ofrecernos mayores justificaciones, porque además del sentido innato de lo debido, el sentimiento que mueve a Doniphon es como dijimos el amor, y no cualquiera de ellos, sino la variante más noble, el que sustenta todo sacrifico y toda renuncia, el que sirve de cimiento a cuánto de bueno puede aspirar el ser humano. Y como también intuyó Platón, habiendo amor no hacen falta ya leyes ni otros artificios.

                        Por si existía alguna duda de que es la fuerza justa la que derrota a la brutalidad, Ford nos muestra como tras el falso duelo y la muerte de Valance, cuando sus secuaces intentan promover el linchamiento de Stoddard, un Doniphon que ya ha contemplado a su amada abrazar al abogado e inicia su desquiciamiento, derrota y expulsa a esos hombres menores, mequetrefes frente a él. 

                        Doniphon es en efecto la representación más depurada del héroe clásico, es decir, aquel que cumple su destino que es también su obligación, si es preciso hasta la propia destrucción. Doniphon ejecuta de propia mano su aniquilación. El director nos sugiere que Tom se abandona al alcohol. Prende fuego a la casa que habría de compartir con Hallie, en una escena sobrecogedora en la que es salvado por su fiel Pompey para aún preocuparse por la suerte de los caballos, deja de portar pistola y de ser el hombre respetado y admirado en el pueblo y se sume en el olvido. Cuando Stoddard vuelve a Shinbone, y cuenta a los periodistas que su intención es asistir al entierro de Doniphon, muy pocos recuerdan quién fue aquel hombre.

                        Nos encontramos entonces ante un pobre ataúd de madera coronado por un cactus, la flor que tanto amaba el finado, anónimo y desconocido. Pero cuando termina la película Ford ajusta cuentas, porque al conocer la inmensa dimensión del personaje, sentimos que de alguna forma su grandeza nos estaba reservada para ser apreciada en todo su esplendor y dignidad. Así lo entiende también uno de los periodistas que, tras escuchar impactado el relato, recordar el curriculum del senador y señalar que podría ser el próximo vicepresidente de los Estados Unidos, nos dice que no contará la verdad al público porque “esto es el oeste señor, y cuando los hechos se convierten en leyenda no es bueno imprimirlos”.

                        Con esa decisión el periodista afirma la dimensión legendaria del personaje, y a la vez hace decaer otro poco la consideración del senador, que acepta de nuevo pragmáticamente el ocultamiento de los hechos en su propio beneficio, como ya hizo años antes en la Convención del Estado; una apasionada, caótica, esperanzada y en parte extravagante asamblea, que proporciona la simbología de la retórica y la sugestión frente a la firmeza y el descreimiento de un Doniphon que se muestra al final de la secuencia, al borde ya de su precipicio personal.

                        Pero la liquidación definitiva la reserva Ford para la última escena. Hallie ya ha proclamado que allí está su hogar y su corazón, y ha reconocido que ella ha colocado la flor de cactus sobre el ataúd. Cuando el revisor del tren, alborozado, proclama que desplegaba sus amabilidades muy a gusto por el hombre que mató a Liberty Valance, Stoddard interrumpe el gesto con el que iba a encender su pipa y apaga frustrado la cerilla, y Hallie, también conocedora del secreto, suspira conmovida. Creemos percibir que ella mantuvo quizá el amor por Doniphon de manera íntima y secreta, del mismo modo que se había preservado la hazaña para nuestra admiración.

8 comentarios:

  1. Quisiera felicitarte por el post; me ha parecido muy sugestivo y muy bien armado conceptualmente. En particular me ha parecido un acierto la contraposición que haces, a través de los dos protagonistas, entre la concepción roussoniana y hobbesiana del Estado. Sinceramente, no había caído en ello cuando vi la película pero tras leer tu razonamiento me parece muy bien traído.

    De hecho, creo que eso que denominas ‘la fuerza justa’ es lo que Max Weber entendía como uno de los medios (probablemente el principal) en los que se soporta el Estado y la convivencia: el monopolio por parte del Estado de la violencia física legítima. Es decir de aquella que, precisamente por estar legalmente establecida, es merecedora de obediencia por parte de la ciudadanía libre.

    Además, no puedo estar más de acuerdo con la reivindicación que intuyo haces (no lo dices explícitamente) del ‘hombre de acción’ que encarna John Wayne. Para Weber (y para mí, humildemente) el paradigma del ‘hombre de acción’ es el político y en él o en ella se encarna la combinación de parcialidad, lucha y pasión. ¿No es el personaje de Wayne un luchador apasionado y, efectivamente, descreído pero también parcial en el sentido en que lo es (o lo somos) cualquiera que tiene claras sus convicciones?.

    En una expresión weberiana que sigue pareciéndome maravillosa aún hoy y a pesar de la casta política que padecemos (hoy y casi siempre, por otro lado), el político (es decir, el hombre o la mujer de acción) es aquella persona que dedica su tiempo a la “ira et studio”. El político, como John Wayne en la película, tiene que moverse en el barro por definición: quien hace política aspira al poder y eso mancha necesariamente, tanto en el proceso de alcanzarlo como en el de mantenerlo.

    Me parece que hoy más que nunca es imprescindible distinguir a la política y a quienes la deberían ejercer (es decir, a los hombres y a las mujeres de acción) de esa caterva de personajes que padecemos cotidianamente que se dedican a la política (la mayor parte de las veces porque no pueden dedicarse a otra cosa) y nos castigan de manera sistemática con sus decisiones a menudo poco fundamentadas y sus declaraciones frecuentemente delirantes.

    En ese sentido podría entenderse que, paradójicamente, es más ejemplarmente político el personaje de Wayne (ese tipo tan integrado socialmente como pegado a su pistola que enamorado, es cierto, actúa responsablemente y con firmeza, de acuerdo a sus convicciones, y que termina convirtiéndose en un alcohólico desconectado de su medio social) que el de Stewart (un respetable abogado idealista que se convierte en político profesional, practica el silencio cobarde y va impolutamente vestido, incluso en medio del paisaje polvoriento del far west, del brazo de su ‘rescatada’ y transformada mujercita también silente). Y lo digo en la medida en que efectivamente el primero es un valiente y generoso hombre de acción y el segundo, un ingenuo bienintencionado que cuando hace falta practica la cobardía.

    Es más, pienso que incluso la democracia (y no solo el Estado) está basada en la práctica institucional de la desconfianza inteligente: la división de poderes o el sistema de checks and balances (es decir, de poderes y contrapoderes de control) sobre el que descansa, no es más que la manifestación más acabada de esa lúcida desconfianza originaria a la hora de organizar nuestra convivencia social y política.

    En resumen, ¡que Dios (o quien sea) nos libre de los limpios de corazón¡. Suelen ser gente muy muy peligrosa.

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  2. Muchas gracias Sonia por tu opinión.
    Qué puedo decir sobre tus palabras. Bien poco porque me parecen tan acertadas como interesantes. Te agradezco especialmente que hayas querido compartirlas en mi blog, para que sirvan de estimúlo a otras personas.
    Solo me atrevo a hacer dos observaciones, una de ellas en realidad, en respuesta a tu sospecha:
    La primera es que tengo dudas de que en la filosofía política y en la tradición literaria se identifique con carácter general la persona de acción con el político. Otra cosa es tu propuesta de que el político pueda pensarse como una persona de acción ilustrada. Esto me parece un ideal regulativo de primer orden y auténticamente revolucionario, porque implicaría cambiar el paradigma que hoy padecemos y al que tú con tanto acierto aludes.
    La segunda es que, en efecto, tengo debilidad por Doniphon, como por lo que representa El Doncel de Sigüenza o la vida que vivió Cervantes, aunque debo reconocer que Doniphon no encaja del todo en el ideal renancentista que encarnaron los otros dos. Creo que quizás esa sea nuestar única obligación auténtica como seres humanos: forzar los límites de nuestro conocimiento, e intentar con toda humildad cambiar lo que nos rodea para mejorarlo, de manera que alguna vez alguien en algún momento, pueda recordar que fuimos útiles.
    Ahhhh!!!! y como tú también desconfío de los "limpios de corazón". Por eso creo que a/ Rosseau fue un fraude y el origen de todos los totalitarismos y b/ que los buenos de toda bondad perfecta seguramente estén en el limbo, porque ni dios lo quiera en el cielo ;-))
    En fin, todas estás cosas que sugieres serían por sí solas temas de debate y conversación interesantísimos.
    Un cordialísimo saludo.

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  3. (I)
    Vaya, ahora me haces dudar, ¡no se si me gusta más que reivindiques a los hombres y las mujeres de acción o al propio ideal renacentista¡. En serio, sigue pareciéndome muy interesante tu visión y, por cierto, creo que tu reivindicación del hombre de armas que lo es simultáneamente de letras también es muy pero que muy revolucionaria.

    Resulta paradójico (o quizá terrible) que en el contexto actual, apelar a la mera racionalidad sea, efectivamente, revolucionario. Creo que en la actualidad y en España (el contexto sociopolítico que más conozco) la toma de decisiones por parte de los decisores políticos suele ser ciega e irracional, sobre todo en el ámbito local (que es donde menos recursos técnicos de todo tipo hay disponibles). Es decir, en gran parte de la acción política que se desarrolla en este país y que tiene un efecto más directo sobre la vida de la ciudadanía, la toma de decisiones se basa fundamentalmente en la intuición (en el mejor de los casos) y/o en las bajas pasiones (en el peor). O, lo que es lo mismo, la toma de decisiones se efectúa la mayor parte de las veces dejando de lado el análisis racional y solvente orientado a la acción institucional.

    Evidentemente lo grave de esto no es solo el procedimiento de actuación (ya muy cuestionable en sí mismo) sino la gravedad que alcanzan las consecuencias de esas decisiones en la cotidianidad de la ciudadanía, especialmente en un contexto de crisis socioeconómica.
    Frente a eso reivindico, una vez más, la aproximación al hombre/mujer político de Max Weber en términos de “Ira et studio”. ¿Por qué? Pues porque si solo nos quedásemos con el análisis, nos gobernarían los eruditos (¿renacentistas?). Reconozco que la idea me tienta porque se trataría de una plutocracia basada en el capital cultural (el mejor de los posibles, en mi opinión) y porque creo que este tipo de plutocracia sería mucho más deseable, tanto éticamente como desde el punto de vista de la mera gestión pública, que otras que por cierto andan ahora circulando por ahí (por ejemplo, eso que llaman ‘el gobierno de los tecnócratas’ o esa especie de gobierno de los patricios que parece ser quieren ensayar en tu tierra; definitivamente, ¡guerra a los limpios de corazón¡).

    Tengo la convicción de que para intentar entender la naturaleza del poder y de quienes lo ejercen es tan necesario leer a Maquiavelo o a Tocqueville como a Shakespeare o haber visto Tempestad sobre Washington o The Wire (o El hombre que mató a Liberty Valance). En ese sentido que quienes ejerzan la política sean personas de acción ilustradas me resulta, en efecto, muy muy tentador (sobre todo teniendo en cuenta la necesidad que tenemos de sobreponernos a la turba de casposos que padecemos actualmente).

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  4. (y II)

    Sin embargo pienso que la pasión y la parcialidad en el sentido de la subjetividad, de la propia ideología y de las convicciones personales pueden y deben estar presentes en la mujer/el hombre de acción (de nuevo, el personaje de John Wayne), sobre todo si ejerce la acción política. Entre otras cosas porque, no se si por suerte o por desgracia, no creo que la naturaleza humana pueda separarse de ellas. Hace poco leí un ensayito maravilloso titulado “Elogio de la sombra”; bueno, pues digamos que propongo algo así como hacer un elogio de lo turbio porque creo que lo turbio es esencialmente humano. La cuestión es que creo que esa turbia combinación de parcialidad, lucha y pasión debe completarse con el ‘studio’ como fundamento racional, si bien no único, de la toma de decisiones políticas.

    Desde hace ya tiempo sabemos que lo emocional pesa en la toma de decisiones de los humanos más incluso que lo racional. No obstante creo que, como ciudadanos políticamente comprometidos y responsables, debemos y podemos exigir cierta racionalización o, si lo prefieres, profesionalización en la toma de decisiones políticas (sin menoscabar por ello la legítima e intrínseca orientación ideológica de toda decisión política). Me parece absolutamente esencial y urgente que de una vez por todas en el ámbito político el papel deje de poder aguantarlo todo. Que deje de ser posible que una gran parte de las declaraciones de nuestros próceres puedan estar continuada e impunemente plagadas de lugares comunes, falacias, testosterona y auténticas barbaridades varias carentes de cualquier soporte avalado por la evidencia empírica o por cualquier tipo de fundamento medianamente solvente. Todo vale ahora pero no todo debería valer, en mi opinión.


    Es decir que, al menos por el momento, yo me conformaría con que adoptásemos el modelo del político como persona de acción (a secas). Eso sí, como persona de acción que sepa leer y escribir con cierta corrección porque una persona que no lee ni escribe correctamente no puede pensar eficazmente (o, como tú dices, no puede forzar los límites de su propio conocimiento) y, por tanto, está incapacitado para la acción y la representación política. Solo aplicando este sencillo criterio podríamos hacer una higiénica limpieza en la casta (que no clase) política que nos desgobierna, ¿no crees?.

    Quizá fuera poco precisa el otro día porque creo que lo importante actualmente no es tanto si la filosofía política identifica o no a la persona de acción con el político, sino más bien que todo político debería ser necesariamente una persona de acción, con las complejidades y la turbiedad que ello supone.

    Un placer de nuevo leerte y contribuir al estímulo y a la provocación de los pensamientos y las conciencias (lo reconozco, una de mis aficiones favoritas) en este caso desde tu blog. Felicidades de nuevo por tu, también muy provocador, post.

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  5. Creo que el debate que has introducido, ciertamente apasionante, se ha independizado ya del post inicial y tiene que ver pura y simplemente con la calidad de los políticos y los requerimientos que les serían exigibles con carácter general, y más en tiempo de tribulación como el actual, en el que tanto nos jugamos.
    Todo lo que planteas da para mucho, pero yo solo me atrevo en este momento y en esta réplica (dúplica en realidad) a plantear dos matices:
    a/ no tengo tan claro que el político se defina por la "ira et studio". Hasta donde yo recuerdo, seguramente de manera imperfecta, Weber quería referirse al funcionarado profesional, que debía operar "sine ira et studio" para garantizar la continuidad del estado frente a la lucha y el relevo políticos. Pero no sé si eso autoriza al politico a obrar con "ira". Por el contrario creo que el excesivo encarnizamiento en política nunca lleva a nada bueno.
    b/ Por supuesto el político puede ser subjetivo y parcial. Pero lo que desvirtúa la delibración social que funda la conviencia, y la convierte en un muladar irrespirable es que todo sea política. He dicho muchas veces que la persona completa es pública y política. Pero la persona solo política es altamente imperfecta además de un tostón. En España hemos vivido una época en que se hacía cuestión política todo, desde la manera en que te levantas y desayunas hasta el libro que compras. Había, hay todavía para muchos, una forma de "ser de derechas" o "ser de izquierdas", y esto es creo yo insano y desintegrador, además de profundamente deshumanizador.
    En fín, seguro que tendremos oportunidad de intercambiar opiniones sobre todas estas cuestiones con más calma.
    Entre tanto, un abrazo y gracias de nuevo por tu generosidad en mi blog.

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    1. Exacto, esa es precisamente la distinción que me parece increíblemente fecunda; la que hace Weber entre el funcionariado profesional que tiene encomendada la tarea de administrar lo público (”sine ira et studio”) y el político (¿el hombre/mujer de acción?) que tiene la responsabilidad de decidir sobre lo público (con “ira et studio”). ¿Se puede decir más con menos (una sola palabra)?. ¡Siempre me ha fascinado esa distinción¡.

      Pero estoy de acuerdo con lo que dices respecto a la desvirtuación del debate público porque, en efecto, esa concepción totalizadora de la política que mencionas la convierte en totalitaria.

      En cualquier caso, disculpa si he terminado derivando hacia mis obsesiones personales en lugar de ser más fiel a tu lúcida lectura de la película de Ford, pero cuando algo ocupa mi cabeza me cuesta mucho apartarlo y lo que planteaste en el post me llevó, no se si extrañamente, a retomarlo.

      Gracias por tu hospitalidad virtual y, sobre todo, por tu paciencia.

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