domingo, 7 de abril de 2013

EN QUÉ SE DIFERENCIA UN JUEZ DE UN FISCAL


                        Como consecuencia del auto del magistrado Castro por el que se cita a declarar como imputada a una Infanta de España, hemos asistido a una avalancha de estímulos de naturaleza y calidad muy distintas. No todas las informaciones son rigurosas en los aspectos técnicos de cuanto rodea a la resolución judicial. Y por lo que respecta a las opiniones, constituye ciertamente un espectáculo presenciar como alguna de ellas dan por sentado e inducen a tener como cierto en el sentir popular, justamente lo contrario de lo que las cosas son.

                        Voy a ocuparme de un aspecto institucional de la cuestión aunque por supuesto con implicaciones técnicas, y de trascendente importancia, sobre el que la confusión me parece especialmente acentuada y generalizada. Un juez no es un fiscal, sus funciones y responsabilidades son muy distintas. Y no hay nada de malo en ello.

                        Comencemos por los jueces. Los que están más familiarizados con el derecho constitucional saben que el diseño del Poder Judicial que realizan los arts. 117 y ss. de la Constitución Española y en su desarrollo la Ley Orgánica del Poder Judicial, se basa, entre otros, en los principios de unidad y exclusividad. Esto es, el Poder Judicial está integrado solo por jueces y magistrados, y solo los jueces y magistrados ejercen el poder de juzgar y ejecutar lo juzgado. Tan intensa y trascendente potestad se compensa con el principio de legalidad. Los jueces y magistrados ejercen su función sometidos solo al imperio de la ley, con plena independencia e imparcialidad, sin poder recibir órdenes e instrucciones de ninguna otra autoridad. Solo por vía de los recursos establecidos en la ley, pueden corregirse sus decisiones por otros jueces o magistrados, y solo con base a criterios de legalidad.

                        Sigamos por los fiscales. Su actuación se basa también en los principios de legalidad e imparcialidad, pero de manera matizada, en cuanto que además, se rigen por el de unidad y dependencia, que implica la integración de todos los fiscales en un único sistema jerárquico, cuya máxima autoridad es el Fiscal General del Estado, nombrado a propuesta del Gobierno de la Nación, que puede instarle para que promueva las actuaciones pertinentes en defensa del interés público. Los fiscales con cargos directivos pueden impartir órdenes e instrucciones a sus subordinados. Por supuesto el Fiscal General del Estado goza de igual facultad con respecto a todos ellos, y además podrá llamar a su presencia a cualquier miembro del Ministerio Fiscal para recibir directamente sus informes y darle las instrucciones que estime oportunas.

                        Esta organización jerárquica tiene un fundamento bastante claro. Aunque el Ministerio Fiscal tiene un relevante, aunque limitado papel, en otras jurisdicciones, su auténtico ámbito natural de actuación es la jurisdicción penal. Esto es así porque en esta se pone en juego el ius puniendi, que en este  momento histórico retiene en exclusiva el Estado, al que no le resulta en absoluto indiferente cómo se administra, porque es una de las potestades más serias que detenta. En atención a las circunstancias concurrentes, a los objetivos generales de política criminal, a la necesidad de aplicar criterios de mayor severidad o tolerancia según los casos, el Gobierno puede estar interesado en propiciar ciertos criterios de actuación. Y lo hace legítimamente a través del Ministerio Fiscal, que permite la introducción de criterios de oportunidad en el proceso penal.

                        Y como ya dije antes, esto no tiene nada de malo, ni los fiscales son menos dignos o menos profesionales que los jueces. Simplemente sus funciones son distintas. Un fiscal puede pasar toda una vida trabajando con total normalidad, atendiendo solo los criterios generales de actuación impartidos periódica y naturalmente. Y puede que en algunas o varias ocasiones, reciba LA ORDEN. Le gustará más o menos, se sentirá más o menos identificado con su contenido,  pero sabe que su obligación es cumplirla. Hablo por supuesto, de órdenes que se mantienen dentro de los límites de la legalidad. La hipotética excepción no interesa para este desarrollo.

                        Así está la cosa. De los tres modelos de Ministerio Fiscal posibles, el modelo gubernamental, el judicial y el parlamentario, España se adscribe sin matiz alguno al gubernamental. Es cierto que el art. 2 del Estatuto del Ministerio Fiscal dice que éste se encuentra “integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial”. Se trata, como señalan los autores en la materia, de una concesión meramente simbólica o retórica a los partidarios del modelo judicial, que obviamente no pueden hacer otra cosa que proponer un modelo de futuro, sin incidir en el presente, fuertemente perfilado en el sentido que antes he descrito.

                        Por cierto, que todos estos factores deberían considerarse con mucho cuidado por quienes proponen atribuir al Ministerio Fiscal la instrucción o investigación de los delitos. No se trata de que los fiscales no sean profesionales dignos y capacitados. Se trata de que el sistema español no está preparado para esa posibilidad, y mucho menos todavía si cristalizaran a la vez las propuestas de limitar o eliminar la acusación popular y la particular. Digo sin ambages que tal configuración sería sencillamente catastrófica. Si se quiere que el fiscal se comporte como un juez, para eso está ya el Poder Judicial. Y si se quiere importar un modelo parecido al estadounidense, más vale que sus patrocinadores examinen con sumo cuidado sus implicaciones, en cuanto que el fiscal norteamericano pone en juego no solo criterios de oportunidad, sino otros puramente pragmáticos de costes y eficacia, en términos simplemente incompatibles con las garantías constitucionales-procesales españolas.  

                        Iré terminando. No cabe duda de que en el caso que ha motivado este comentario, cada uno de los profesionales, tanto el juez como el fiscal, han actuado en el marco de sus funciones, y no hay porqué dudar de que no lo hayan hecho con plena responsabilidad. Por algunas noticias e imágenes difundidas, cabe pensar además, que ambos mantienen una relación profesional que podría calificarse de clásica o tradicional en el sentido más noble de la palabra. Esto es, mutuamente respetuosa, fluida y fructífera. Y cada uno hará al comienzo y al final, lo que dicte el deber. La diferencia está en que el deber del juez solo lo marca la ley. Y el del fiscal además, las indicaciones que con absoluta seguridad recibe en el caso.

                        Espero que al final de este desarrollo, lo menos familiarizados con estos asuntos consideren con naturalidad en las noticias sobre este u otros casos, la diferente actuación de jueces y fiscales. Sin lugar a dudas la sociedad puede cuestionar y discutir el modelo de la justicia e incluso patrocinar uno distinto. Pero conviene hacerlo desde presupuestos correctos.