sábado, 17 de noviembre de 2012

COMENTARIO A LA STC POR LA QUE SE DECLARA CONSTITUCIONAL LA EXTENSIÓN DEL CONCEPTO DE MATRIMONIO

INTRODUCCIÓN
                       
                        La sentencia que voy a comentar (todavía no fechada ni numerada en el texto disponible), intentando explicar los fundamentos de la decisión, tiene por objeto, como es bien sabido, examinar la constitucionalidad de la Ley 32/05 de 1 de Julio, en cuanto permitió contraer matrimonio a personas del mismo sexo. Es difícil recordar alguna otra sentencia del TC que haya levantado tantas expectativas y suspicacias, de tanto calado ético y social y que por ello mismo, implique tantas cuestiones valorativas no estrictamente jurídicas.
                        Por esto mismo he creído que sería bueno invertir lo que de otro modo habría constituido el orden lógico de la exposición. Comenzaré por señalar qué factores valorativos no deberían contaminar la decisión de un intérprete objetivo. Luego comentaré, esto de manera muy sucinta, los votos particulares, y finalmente me centraré en la sentencia y de manera simultánea, en el voto concurrente. Terminaré con un pequeño capricho de naturaleza no jurídica. Es una explicación de cierta extensión, pero como veréis de inmediato la ocasión lo requiere.
                        Debo adelantar que a mi juicio, y por el contrario a lo que ha ocurrido tantas otras veces, la decisión del TC es acertada. No baso tal afirmación en la coincidencia de su sentido con mi propio criterio personal, aunque en este caso sean coincidentes, sino en la calidad y consistencia de sus argumentos. En todo caso mi objetivo es aclarar algunas de las categorías utilizadas para que como siempre, cada cual forme su propia opinión.

FACTORES QUE DEBERÍAN EXCLUIRSE DE CUALQUIER VALORACIÓN JUDICIAL

                        Una recta interpretación judicial debería velar por excluir ciertos factores de su valoración, o bien saber diferenciarlos en cuanto a su rango y valor. Y esto vale igual, hasta cierto punto, para el TC, a pesar de que no es un órgano judicial ordinario. El interés de realizar esta previa acotación, es que alguno de los conceptos que aludiré a continuación, son manejados explícita o implícitamente por la sentencia comentada, o por los votos particulares. Haré una incursión en ellos, pidiendo disculpas de antemano a los filósofos del derecho por la voluntaria simplificación que asumo en aras a la claridad.
                        En primer lugar, no se trata de hacer prevalecer criterios derivados de creencias religiosas. Cada cual puede ordenar su vida de acuerdo con principios éticos derivados de previos convencimientos religiosos, pero carece de legitimación para imponerlos a los demás. Por supuesto que la constitución de un país podría ser confesional, y recoger normas impregnadas de tal tipo de convicciones. Pero no es el caso de la Constitución Española. Si un ciudadano o grupo de ciudadanos no estuvieran conformes con tal diseño, deberían promover una reforma constitucional destinada a modificar los derechos fundamentales y libertades públicas, o incluso la arquitectura institucional del estado, para acomodarlos a los principios de su religión, y comprobar si se recaba el suficiente respaldo a su iniciativa.
                        En segundo lugar, aunque se prescinda como inconveniente demasiado obvio de la posición anterior, tampoco pueden invocarse principios de sustitución, esto es, aquellos que aparentemente desprovistos de las connotaciones confesionales, intentan llegar a idénticas conclusiones. Me refiero en particular al llamado “Derecho Natural”, que en ocasiones se quiere hacer valer con inconsciente alegría, como si con aquel se hubieran ya abierto las puertas de la humana comprensión. No voy a extenderme en esto. Solo quiero decir que existen versiones del derecho natural mucho más refinadas y actuales, de base racional, antropológica y laica, que remiten de hecho a cuestiones sociológicas a las que luego aludiré, y otras más tradicionales de tipo clásico o canónico, esto es, el que intenta trasponer sin más en la vida social como principio revelado y en todo caso indiscutible, lo que no es más que cuestión social opinable.
                        En tercer lugar, debo reconocer que me cuesta un poco recordar esta obviedad, pero la interpretación de una norma, si bien debe tener en cuenta su tenor literal, es decir, su sentido sintáctico natural, no puede enrocarse en sentidos etimológicos, mucho menos cuando estos se encuentran completamente superados, y su sentido ofrecería por ello resultados absurdos e ilógicos. Resulta ya cansino por el simplismo del planteamiento, pero hay que recordar, una vez más y hasta la extenuación si es preciso, que el término “matrimonio” implica la presencia de una mater que habría de proporcionar la prole, como el “patrimonio” significa el conjunto de bienes y derechos adjudicados a la titularidad de un pater familiae. No creo que muchas personas estuvieran dispuestas a admitir que como consecuencia del uso etimológico de ambos términos, pudieran contraer matrimonio dos mujeres susceptibles ambas de ser madres, pero no dos hombres, o que solo pudieran ser titulares de patrimonio los varones casados y con hijos, pero no el resto y tampoco las mujeres. Como también sería absurdo pretender que el naufragio solo se produce si la nave se rompe pero no si se hunde por una vía de agua (el término “naufragio” procede de navis fractio, la rotura de la nave), empeñándonos en crear un nuevo término para la segunda opción. No voy a cansar poniendo más ejemplos. La etimología nos enseña de donde venimos, pero no dónde nos dirigimos como personas ni como comunidad civil y política de intereses.
                        Por último y ya que hablamos del sentido de las palabras, conviene también no confundir los términos que designan realidades naturales, de los que se refieren a realidades culturales o convencionales. Si yo digo “piedra” o “agua”, me refiero a entidades con existencia física propia ajena e independiente del sujeto que las designa. Pero si digo “usufructo” o “elegancia”, me estoy refiriendo al resultado de una pura convención social, al resultado de un acuerdo de voluntades que ha estimado oportuno crear un concepto y darle luego cierta continuidad temporal. El término “matrimonio” es del segundo tipo, y no tiene existencia ni contenido al margen de la convención social. Otra cosa es que se refiera a una situación que antropológicamente ha tenido cierta regularidad de repetición, aunque de manera muy diversa según las culturas y el momento histórico. Por cierto, mucho pero que mucho más diversa de lo que creen, seguramente poco informados, los que oponen argumentos antropológicos contra la ampliación del concepto de matrimonio. Desde el origen de los tiempos los seres humanos se han agrupado, con diferente frecuencia según el caso, por parejas del mismo o diferentes sexo, o por grupos poligámicos o poliándricos, en ambos casos estables o no, en sociedades patriarcales o matriarcales, orientadas a la reproducción y/o la supervivencia y/o la colaboración. Nosotros hemos conocido un tipo de matrimonio resultante de cierta evolución cultural, en una sociedad exitosa históricamente. No perderé el tiempo mencionando otras culturas que han llegado a resultados distintos, debo decir que en mi opinión, para su desgracia.

LOS VOTOS PARTICULARES DE LA SENTENCIA

                        He elegido esta ordenación sistemática, porque creo que los tres votos particulares incurren, en mi opinión, en alguno de aquellos errores de valoración que a mi juicio deben evitar los juzgadores, si bien en grado muy distinto, porque también en esto hay clases. Todos los discrepantes coinciden en que el art. 32 de la CE que luego veremos con más detalle, no permite que el legislador ordinario configure como matrimonio la unión de personas del mismo sexo, y ponen también reparos a la posibilidad de adopción.
González Rivas lo sostiene con los argumentos más jurídicos y técnicos de los tres. Se puede coincidir o no con su conclusión, pero su voto particular es seguramente el más depurado, e incluso parece que hubiera querido evitar el uso de conceptos valorativos especialmente controvertidos, aunque se refiera al matrimonio como “institución preexistente al texto de nuestra constitución”. Con ello, como vimos en el apartado anterior, trata el matrimonio como un concepto natural, cuando es, por el contrario, un concepto cultural o convencional.
                        Rodríguez Arribas y Ollero Tassara tienen muchos menos complejos y cautelas, y se refieren de manera directa y en varias ocasiones al condicionante biológico y antropológico del concepto de matrimonio. Qué significa esto. Los dos juristas citados saben perfectamente que resultaría extravagante invocar de manera directa convicciones religiosas, o en su defecto, el contenido de un hipotético “Derecho Natural” de primera generación, es decir, la primitiva invocación a una norma de origen divino persistente al ser humano. Pero aluden a otro tipo de derecho natural evolucionado, que se asienta en el convencimiento de que aquellos seres humanos presentan constantes en cuanto a su comportamiento y necesidades que permiten reclamar ciertas regulaciones como necesarias, “naturales” per se. No me puedo extender aquí, pero tales concepciones, además de anclarse en conocimientos antropológicos incompletos cuando no superados, parecen concebir a los seres humanos como entidades estáticas, permanentemente referidas a y condicionadas por un pasado que les ancla a un idea previa de sí mismos y de las instituciones. Los lectores habituales de Karl Popper disfrutarán muchísimo con estas cosas.
                        Aparte de esto, Ollero critica el “individualismo” que funda la decisión mayoritaria, y brinda una perla para la discusión filosófica. Acusa al parece mayoritario de incurrir en una falacia naturalista (recordad, aquella que hace equivaler lo “bueno” a lo que se considera “natural”), tomando como “natural” en el caso el parecer mayoritario de la sociedad. De este modo se hace una pequeña “trampa”, porque en su concepción original, la falacia naturalista se vinculaba con las propiedades naturales de las cosas, y se alinea con algunos autores (él es filósofo del derecho) que proponen la identificación de lo “natural” con las mayorías sociológicas. Tal identificación, muy discutible sin otros matices, y que tiene por objeto desacreditar ciertas prácticas democráticas, intenta ocultar en el caso concreto que el discrepante pretende imponer, ahora sí, una falacia naturalista de corte clásico. Él da por sentado lo que es “natural” en el matrimonio, desde perspectivas antropológica, y sea o no entendible para la mayoría, y quiere hacerlo pasar como “bueno”. Lo que hace la sentencia mayoritaria es otra cosa. Valora la realidad social para definir el contenido posible de una institución en relación a límites y condiciones previamente establecidos en un texto constitucional.     
                        Por su parte Rodríguez Arribas desarrolla con seguridad y diferencia los argumentos ya no más discutibles sino abiertamente inadecuados cuando no torpes, que lastran seriamente la calidad de su voto. En particular, se enreda en llamativas consideraciones sobre el matrimonio como institución que “precedió a la tribu”, o como “unión sexual que la Naturaleza destina a la perpetuación de la especie humana”, culminando con los inconvenientes de que un menor “haya que convertir a una mujer en padre o a un hombre en madre”.

LA SENTENCIA Y EL VOTO CONCURRENTE

                                   A partir de este momento comentaré la sentencia mayoritaria y el voto concurrente, de manera simultánea. La razón es que la opinión de Aragón Reyes expresa algunas matizaciones técnicas muy refinadas que resultarían demasiado engorrosas para una explicación de este tipo, y cuyo objetivo principal era evitar, sin éxito, que se establecieran como precedentes ciertos criterios interpretativos no tanto para este caso, sino más bien para el futuro. En cuanto sea necesario, las integraré en el desarrollo central. Por cierto, creo que Aragón, que si no me falla la memoria es en este momento el único constitucionalista del Tribunal, tiene razón en algunas cosas de las que dice.
                        Conviene recordar que el tan comentado art. 32 de la CE, en el párrafo que ahora nos interesa, señala: “El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica”.
                        Vamos a ir avanzando. En primer lugar debo explicar qué tipo de norma es la transcrita, o más bien qué tipo de norma no es. No se trata con toda evidencia de una norma prohibitiva o limitativa (del tipo “no se puede conducir por el lado izquierdo de la calzada” o “no se puede enterrar un cadáver humano en lugar no reglamentado por la autoridad administrativa correspondiente”). Si hubiera sido una norma del tal tipo, habría dicho algo así como “no pueden contraer matrimonio sino los hombre y las mujeres entre sí” (en proposición negativa), o “los hombres y las mujeres solo pueden contraer matrimonio entre sí” (en proposición positiva). Y si hubiera sido así, cualquier intérprete habría concluido, con buen criterio, que la interpretación literal arrojaba conclusiones inequívocas no requeridas de otros desarrollos. In claris non fit interpretatio. Fijaos que el elemento sintáctico-semántico es muy importante en la interpretación de las normas. Pero una cosa es tal factor, y otra muy distinta el etimológico al que aludí antes.
                        Como la interpretación literal es insuficiente, debemos recurrir a otros instrumentos, que no son por cierto, exactamente iguales que los aplicados en la ley ordinaria o no constitucional. Cuando un texto constitucional es abierto en mayor o menor medida en su posible sentido, lo primero que el intérprete constitucional examina es si la duda deriva de su eventual desajuste con la realidad social del tiempo en que la constitución debe aplicarse. Si es así, como ocurre en el caso que comentamos, entonces hay dos alternativas básicas con unas cuantas variantes cada una.
                        Una es la de los “originalistas”, casi todos ellos, o al menos los más renombrados, juristas norteamericanos. Ellos creen, con diferentes matices según las variantes, que no puede darse a la constitución otro sentido que el querido por el constituyente. Lo cual es muy pero que muy complicado, porque basta que transcurran unas pocas décadas para que se planteen realidades sociales que los constituyentes no pudieron siquiera imaginar, con lo cual podéis haceros una idea para una constitución como la norteamericana con más de 200 años de antiguedad.
                        La otra es la de los “evolucionistas”, imperantes en las diferentes culturas jurídicas europeas. Estos creen que los preceptos constitucionales deben adaptarse en mayor o menor medida a las exigencias sociales del tiempo en que deben aplicarse, si no quiere convertirse su texto en simple papel mojado.
                        Como ya habréis imaginado, la sentencia que comento hace uso de la interpretación evolutiva. Y para ello tiene claro, por cierto como el voto concurrente, que el constituyente no tuvo en mente el matrimonio entre personas del mismo sexo, con un matiz. La sentencia cree que sin tenerlo en mente la dicción del precepto no lo excluye, mientras el voto cree que sí (en esto creo que Aragón se equivoca). No me extenderé en este punto, que por cierto es apasionante. Quién tenga mayor interés en él puede pedirme datos al respecto, que por cierto, la sentencia y todos los votos omiten, puede que con cierto sentido estratégico. Os daré consejos para acceder al texto de las enmiendas y los debates parlamentarios, y los nombres de los intervinientes más interesantes al respecto.
                        Muy bien, entonces ¿con qué criterios se aplica la interpretación evolutiva?. Pues de una forma muy bonita creo yo, mediante la distinción entre “derecho fundamental” y “garantía institucional”, que es un concepto importado por el TC de la doctrina alemana. Una cosa es que se diga que todos tienen derecho a la vida, a la libertad o a asociarse libremente. Y otra muy distinta que la constitución reconozca y regule instituciones como los ayuntamientos o la seguridad social. Cada institución tiene una configuración o contenido mínimo imprescindible para reconocerla como tal. Y si una regulación desconoce ese contenido mínimo, desnaturaliza la institución hasta el punto de provocar la inconstitucionalidad de la norma. Un ejemplo de completa actualidad. ¿Se desnaturaliza el concepto de seguridad social pública si se cobra un euro por receta?. ¿Y si se hace pagar a un beneficiario el 50% del coste de una intervención quirúrgica menor? ¿Y si se decide que no se cubre ningún tratamiento salvo los terminales? Hagan sus apuestas.
                        Pues bien. El matrimonio es a la vez un derecho y una institución. Su faceta como derecho (a contraerlo, obviamente), motiva que el Tribunal rechace las alegaciones del recurso según las cuales la ampliación del concepto de matrimonio vulneraba el principio de igualdad  y la interdicción de arbitrariedad en la actuación de los poderes públicos. No entraré en estos aspectos, que son de lejos los más débiles del recurso, y que el TC despacha sin mayores esfuerzos, recordando que la Constitución no ampara la “discriminación por indiferenciación”, es decir, el derecho a imponer una desigualdad de trato, o a oponerse a la falta de distinción entre supuestos desiguales, “por lo que no existe ningún derecho subjetivo al trato normativo desigual”. Aunque también al final de la sentencia, se retoma la cuestión para examinar los precedentes del TC en la materia, cuando tuvo que pronunciarse sobre otros extremos distintos, en particular en la causación de derechos de seguridad social por parejas de hecho del mismo sexo, y si la regulación impugnada incidía en el contenido esencial del derecho a contraer matrimonio.
                        El meollo de la cuestión está en el matrimonio como institución. ¿Se desnaturaliza su contenido irreductible porque se reconozca el derecho a contraerlo a personas del mismo sexo?. El TC concluye que no, y para ello desarrolla varios extremos.
                        Primero, señala que la mención textual a la igualdad de derechos entre hombre y mujer en el matrimonio, no tenía otra finalidad que incidir en la situación sociológica de la mujer en el año 1978. Ahora parece mentira, pero el TC recuerda que la plena capacidad de obrar de la mujer casada databa del año 1975, y que aún en 1978 “los maridos eran todavía administradores de los bienes de la sociedad conyugal, salvo estipulación en contrario.. se exigía su consentimiento para algunos negocios jurídicos de la esposa… y la madre solo ostentaba la patria potestad en defecto del padre”.
                        Después, hace un desarrollo completo del estado de la cuestión en el derecho comparado, y en el sentir generalizado en la sociedad española actual, cuya lectura recomiendo vivamente.  Y termina por concluir la plena adecuación de la norma a la constitución porque entiende que en el momento actual el matrimonio puede entenderse sin mayores dificultades, como derecho y como institución, también si se contrae entre personas del mismo sexo. Omito las cuestiones relativas a la adopción, a las que el TC aplica sin más los criterios generales: interés prevalente del menor en cada caso concreto. 
                        Para cerrar el círculo debo advertir que Aragón acepta el resultado, pero pone un reparo. Dice que la sentencia confunde la interpretación evolutiva con la definición cambiante de la garantía institucional, lo cual como ya advertí supone un matiz muy fino, y muy complicado de admitir en mi opinión. Pero hace otra afirmación que yo suscribo. Y es que la sentencia debió ser quizás más parca y ajustada en alguna de sus afirmaciones, porque en el caso concreto tiene razón, pero extrapoladas para casos futuros podrían configurar al TC como un instancia por encima incluso del propio legislador.
                        En fin. Una de las sentencias del TC más interesantes, delicadas y conceptuales de los últimos tiempos, a mi juicio plenamente acertada, con el matiz ya dicho.
                        Nada más tengo que decir desde la perspectiva jurídica. Quién solo tuviera interés en esta explicación puede dejar de leer en este mismo momento, porque lo que ahora haré es un pequeño homenaje a modo de coda, en el que además me pondré un poco “blanda”, cosa que como sabéis, los que lo sabéis, no es habitual en mí.

MARTIN LUTHER KING Y EL ORGULLO

                        No es momento de dirigirse a los que aún de buena fe, causaron dolor y desazón en las personas homosexuales, creyendo que se traían entre manos una simple cuestión técnica y política, sin reparar en que también, seguramente sin quererlo, cuestionaban la calidad de quienes no eran inferiores a ellos. 
                        Mucho menos a los intolerantes y ciegos a la razón pero también al sentimiento, a los que dará igual lo que diga cualquier tribunal o autoridad.
                        Me dirijo ahora, con inmenso respeto y humildad,  a todos cuantos se han pertrechado en su infinita dignidad asumiendo sin rencor una historia de agravios que en ocasiones comprometía su vida y su libertad. Con mayor motivo a los que fueron valientes para servir de punta de lanza en una lucha incierta. Todos deben estar profundamente orgullosos.
                        Traeré aquí a colación las palabras de un hombre irrepetible, a mi juicio el mejor orador de la historia, cuando explicaba porqué las personas negras debían sentirse orgullosas de sí mismas como base inexcusable de su emancipación moral. Donde habla un genio con palabras insuperables, todos los demás debemos callar.
                        Esto dijo Martin Luther King en su discurso “Hacia dónde nos dirigimos”, el 16 de agosto de 1967 en la “Southern Christian Leadership Conference” de Atlanta, Georgia. La traducción es, en parte, mía. Perdonad sus limitaciones.


                        La tendencia a ignorar la contribución del negro a la vida americana y desnudarlo de su humanidad, es tan vieja como los más tempranos prejuicios históricos y tan contemporánea como los periódicos de la mañana.
                        Para desbaratar este homicidio cultural, el negro debe sublevarse con una afirmación de su propia humanidad olímpica. Cualquier movimiento de liberación del negro que haga caso omiso de esta necesidad, está esperando su entierro.
En tanto la mente se encuentre esclavizada, el cuerpo nunca puede ser libre. La libertad psicológica, un firme sentido de la autoestima, es la más poderosa arma contra la larga noche de la esclavitud física.
Ni la Proclamación de Emancipación Linconiana, ni la Carta de Derechos Civiles Johnsoniana pueden traer por completo esta clase de libertad. El negro solo será libre cuando alcance lo más profundo de su ser y firme con la pluma y la tinta de su humanidad afirmada su propia Proclamación de Emancipación. Y con un espíritu anclado en la auténtica autoestima, el negro debe  despojarse con orgullo de los grilletes de la autoabnegación y decir a sí mismo y al mundo: “Soy alguien, soy una persona. Soy un hombre con dignidad y honor. Tengo una historia rica y noble. Cuán dolorosa y esforzada ha sido esta historia. Si, he sido esclavo por mis antepasados, y no me avergüenzo de ello. Me avergüenzo de los que fueron tan pecadores como para hacerme esclavo”. Si, debo levantarme y decir “Soy negro y soy hermoso”, y esta auto afirmación es lo que necesita imperiosamente el hombre negro frente a los crímenes cometidos por el hombre blanco contra él”.