miércoles, 14 de marzo de 2012

QUÉ HA ENTRADO EN CRISIS (III) (La ocupación de la sociedad civil por el poder político)

                        En su situación frente a la crisis, España presenta factores específicos que quizás no concurran en el resto de países europeos. Sin lugar a dudas existen una multiplicidad de ellos, muchos de carácter económico. Pero no me interesan ahora éstos, sino los de carácter socio-político, y aún de manera más específica, el que se refiere a la crisis de las instituciones, debida, en gran medida y a mi juicio, a la politización invasiva, injustificada, desproporcionada e inclemente de cuanta organización pública o privada ha merecido la pena en este país.
                        La situación actual no ha surgido de la nada; por el contrario, tiene un origen histórico detectable, en cuyo ámbito resultaban hasta cierto punto justificables o comprensibles las actitudes entonces embrionarias, que hoy sin embargo nos abruman y asfixian.
                        Al comienzo de la transición las fuerzas políticas, pero muy especialmente el PSOE a partir de 1982, sintieron la necesidad de propiciar un relevo generacional masivo en los aparatos del estado, en todos sus ámbitos y en todos los escalones de responsabilidad. Franco había muerto en 1976, la Constitución se había promulgado en 1978, y no podemos olvidar que todavía en 1981 se producía un golpe de estado afortunadamente infructuoso. Cuando tras las elecciones anticipadas el partido socialista llega al poder, siente para sí como una losa inamovible lo que considera el lastre de una casta de servidores del estado a los que teme indiferentes o desafectos, cuando no abiertamente hostiles al nuevo régimen democrático.
                        Carezco de datos para evaluar si aquellos recelos tenían en efecto una base sociológica real. Pero no es dudoso que el aparato del PSOE y el Gobierno que de él dependían, se conjuraron de manera decidida en lo que habría de constituir una operación perfectamente planificada que tenía por objeto propiciar un recambio de efectivos humanos en la administración del Estado. La herramienta de tal empeño fue de manera principal el Boletín Oficial del Estado. Desde prácticamente el comienzo, pero sobre todo a partir de la Ley 30/1984, de 2 de agosto, de medidas para la Reforma de la Función Pública, se regularon sin excepción todos los ámbitos de la organización del Estado, los cuerpos generales de funcionarios, las fuerzas armadas y los jueces. Se establecieron estructuras organizativas novedosas, y nuevos sistemas de ascenso y promoción, se revolucionaron algunos de los sistemas de acceso, como ocurrió de manera parcial con la carrera judicial, y se facilitaron enormemente las jubilaciones para provocar el abandono anticipado de los funcionarios de mayor edad.
                        Si a lo anterior unimos que en buena parte de la década de los ochenta y la primera mitad de los noventa se consolidó la administración de las Comunidades Autónomas, y que en su conjunto, considerando también a la administración estatal y la de las corporaciones locales, se produjo un aumento exponencial del número de servidores públicos, bien podremos concluir que seguramente no se ha producido en toda la historia de España una revolución silenciosa tan intensa como la que tuvo lugar en aquellos años. No sé si la administración surgió del proceso descrito mejor preparada para cumplir sus funciones, pero con seguridad salió completamente cambiada en comparación con la existente quince o veinte años antes.
                        Hasta aquí la primera parte del proceso de invasión de la sociedad civil por el poder político. Como podrá observase, nos encontraríamos todavía ante una fase derivada de un proceso técnico, y aún contando con los errores o abusos que ya entonces pudieran haberse producido, fuertemente anclada en un designio de reforzamiento de la democracia, de modernización de los aparatos administrativos, y de aplicación de los planes de reforma política que podían derivar de los ideales de un partido ascendido al poder tras ganar unas elecciones, y por ello perfectamente legítimos.
                        Si hubieran parado aquí, tendríamos que lamentar muchos menos daños que los posteriormente sobrevenidos. Pero no fue así, y comenzó la que considero segunda fase del proceso de invasión. En esta, regentada todavía por el PSOE en el gobierno de la nación, los diseñadores de la gran operación, parte de los cuales pregonaban ya con todo desparpajo la muerte de Montesquieu, descubrieron que nada ni nadie ponía límites a sus proyectos, que la hegemonía política podía reforzase, y aún debía unirse a ella la económica y la social en cuanto fuera posible, y que para conseguir tales objetivos, debían infiltrase todos los centros del poder e influencia del país. Debe decirse que en tal empeño trabajaron con igual denuedo el PSOE en el gobierno de la nación y en las comunidades autónomas de su gobierno, y el PP y los partidos nacionalistas en las suyas. No debe perderse de vista que el mecanismo de ocupación que intento describir, se produjo de manera mimética y por emulación en todas las administraciones públicas, cualquiera que fuera el color político de su gobierno.
                        Tal empeño se fundaba en una construcción teórica enormemente simplista y profundamente errada de la democracia, que la configuraba no solo como el legítimo gobierno de la mayoría, sino el régimen en la que esta podía imponer cualquiera de sus designios aunque fueran contrarios a la ley o no encajaran en las estructuras de control institucional. Para aquellos muñidores la ley era despreciable sino apuntalaba y protegía sus propios intereses, y el concepto de “coto vedado” de derechos fundamentales indisponibles incluso frente a la mayoría, simplemente irrisorio. 
                        Por tanto había que impregnarlo todo, incluso aquellos organismos que basaban su naturaleza y su razón de ser en la imparcialidad y la neutralidad. Y eso incluía al poder judicial, el tribunal constitucional, el consejo de estado, y todos los órganos reguladores y de control. El paso siguiente o simultáneo según los casos fueron las empresas públicas y las cajas de ahorro, en las que encontraron una fuente inagotable de financiación para sus proyectos, para terminar creando una red tupida de clientelismo y agradecimientos en los medios de comunicación.
                        En algún momento que soy incapaz de identificar, todo aquello se les fue completamente de las manos. Ya no era cuestión de propiciar un cambio de régimen o de extender con mayor o menor honradez o acierto una ideología; ahora se trataba de colocar a la familiares, amigos y redes clientelares, y obtener beneficios de diverso tipo. Y aparte del fenómeno de la corrupción político-económica, en la que no voy a entrar, en lo que ahora nos interesa hicieron otro descubrimiento trascendental: el juego que podía dar el personal laboral y de confianza dentro de la administración, y las posibilidades casi ilimitadas de las sociedades públicas y otras entidades descentralizadas en las que se colocaba en mayor mediada el personal laboral.
                        El mecanismo de ocupación parecía claro en un principio: mientras que los funcionarios debían superar pruebas de acceso mucho más difíciles de controlar y manipular, los trabajadores no, aunque para el personal laboral también existieran procesos selectivos. Pero la trampa era clara: si un trabajador era irregularmente contratado, incluso al margen de los procesos selectivos, adquiría la condición de fijeza. Y de este modo miles y miles de trabajadores se convirtieron en fijos de plantilla en la administración, particularmente la local y la autonómica. La situación llegó a tal límite que el Tribunal Supremo reaccionó a partir de una sentencia de 20 de enero de 1998, para decir que la condición de fijeza derivada de la contratación irregular no podía mantenerse, y que a partir de ese momento tal calificación se sustituiría por la de “carácter indefinido”, en cuya virtud el trabajador permanecía como tal en la administración, pero con la diferencia en relación al fijo de que si era cesado, no generaba derecho a indemnización.
                        Las cifras son claras, y ponen de manifiesto la enormidad del fenómeno: en el momento actual existen unos 2.657.000 servidores públicos en España, de los cuales 1.596.000 aproximadamente son funcionarios, unos 687.000 trabajadores, y unos 375.000 personal interino y de confianza. De todos los indicados, el 3,9% se adscriben a las universidades, el 21,9% el estado, el 23,6% a las administraciones locales, y el 50,6% a las comunidades autónomas. Juzguen ustedes las proporciones.
                        Por cierto, no quiero insinuar ni mucho menos que todo el personal laboral de las administraciones sean “enchufados” o hayan ingresado fraudulentamente. Solo que el mecanismo antes descrito se ha utilizado con frecuencia para ciertas finalidades espurias, y por más que pese a muchos en este momento, que la práctica era conocida y admitida como inevitable en muchos ámbitos. Y esto es perfectamente compatible con que la mayor parte de los servidores del estado, funcionarios o personal laboral, con auténtico sentido y vocación de servicio público, sostengan lo mejor de la administración, la que protege y preserva este desvertebrado estado.
                        Voy terminando. La tercera fase no ha tenido lugar de manera temporalmente lineal, sino irregular, conforme se iban produciendo los sucesivos relevos políticos en las diferentes administraciones como consecuencia de las periódicas elecciones. Allá donde un nuevo partido se hacía con el poder fuera donde fuera, municipios, diputaciones, comunidades autónomas o en el gobierno de la nación, se escuchaza una expresión que se nos ha hecho ya familiar: “Y ahora ¿porqué nos tenemos que tragar a estos?”. Claro, no se los “tragaban”, sino que se comenzaban procesos masivos de sustitución, al estilo del spoil system de relevo indiscriminado de cargos en los siglos XVIII y XIX. Pero como en muchas ocasiones tal relevo no podía tener lugar en sentido estricto porque lo impedían las garantías de permanencia y estabilidad, entonces se relegaba al personal en cuestión, nombrando o contratando a otro nuevo. Huelga decir que desde la primavera del año pasado la situación que describo está adquiriendo en España dimensiones apocalípticas.
                        Y así nos va. Se han creído con credulidad sin fisuras que todo les pertenece, que todo es susceptible de alteración, adaptación, venta y disposición, que nada escapa a sus designios, que la alternancia no significa solo el natural y sano cambio político, sino que debe empapar, en cuanto lo permitan las estructuras administrativas, cuanto se pueda en la sociedad civil y desamparada. Han originado estructuras administrativas y de poder mastodónticas que nos hacen pagar con nuestros impuestos y que sirven más a sus fines que al beneficio social. Y consideran un instrumento de sus estrategias mercadear con los nombramientos de los miembros de las instituciones más venerables.
                        No digo más porque ya me he extendido demasiado. Solo quería dejar constancia de que este deleznable fenómeno no se encuentra latente o en extinción, sino plenamente operativo y desplegando sus efectos. Es muy difícil imaginar cómo cualquier de los grandes partidos políticos, autores y responsables del desaguisado, podrían ponerle remedio. Aguardamos expectantes.